viernes, 27 de febrero de 2009

A la aventura vol. 3. América.


Lo malo de cruzar el Atlántico nadando es la humedad. Porque lo que mata es la humedad, y quien diga lo contrario es un mierda o no ha leído a los clásicos. O las dos cosas. Y si además en medio del trayecto tienes que ir sorteando flotantes obstáculos y te enteras así por fin de a dónde van los zurullos de los despreocupados turistas del pueblo hispano- portugués en la época vacacional, pues ya ni les cuento.

Mi periplo por tierras americanas comenzó precisamente en Segovia, cuando el éxtasis provocado por uno de sus platos más típicos y celebrados, los macarrones al roquefort con trocitos de bacon, me transportó mentalmente en un trayecto casi orgásmico al sur de los EEUU. Así que, un vez pedidas las disculpas pertinentes al comensal de aquella terraza que observaba perplejo cómo me malmetía en su primer plato del menú del Bar Budo (en Segovia siempre han sido muy de los juegos de palabras), me propuse salir de tierra patria para lanzarme a Dios sabe qué aventuras norteamericanas. ¿Cómo podría llegar hasta allí?, me preguntaba rascándome la entrepierna y poniendo cara trascendental. “Mozo, si quiere ir a América yo le puedo ayudar ” espetó el cliente, paciente como pocos, más cuando me hacía estas cuestiones a viva voz sentado ahora encima de su mesa, no me pregunte usted por qué. “Soy un empresario naviero, además de director general adjunto de una agencia de viajes, zurdo de ambas manos y socio del Palamós, y no me importaría en absoluto subvencionarle en su alocada empresa con tal de que me deje por favor terminar el almuerzo en paz”. La suerte estaba de mi parte. El generoso me obsequió con un regalo perfecto para cruzar el gran charco con toda la comodidad del mundo: un gorrito de natación y unos siempre útiles tapones para las orejas.

Llevaba tres horas de dura travesía por el Atlántico (controlaba el tiempo gracias al reloj Casio Water Resist 50 Meters que me regaló la tía Consuelo en mi Primera Comunión) nada que te nada ora en estilo crawl, ora en mariposa, ora sprintando por la banda, cuando distinguí un bulto que rompía la armonía lineal del océano en calma. Era David Meca con otro de sus récords chorra: ir nadando desde Roquetas de Mar hasta la bahía de Hudson y volver antes de que acabaran los anuncios de la película que estaban echando en Antena Tres Televisión. Echamos un cigarrito, me confesó que la publicidad que lleva en el pecho de Haribo, Plátano de Canarias y otra que no me acuerdo se la tatuó el muy gilipollas, jugamos un rato al ajedrez (nunca salgo sin un tablero encima), y me despedí de él no sin antes desearle el peor de los resultados en su hazaña por repelente de los cojones. Trescientas millas más allá, justo cuando casi no me molestaban ya los gritos de auxilio de un Meca que se quejaba de un calambrazo, o de un tiburón o de no sé qué historia, me topé con una isla que no estaba en mi mapa de la Guía Miguelín (tampoco salgo sin una encima). Sorpresón del quince al comprobar con estos ojitos que Dios me dio que estaba ni más ni menos en la Isla de Perdidos. Allí estaban el listo que todo lo sabe de Jack, Hugo comiéndose a Sawyer, Ben prometiéndole algo a la Pecas con los dedos cruzados en la espalda, y Quique, el amigo de Pancho y Desi, preguntando algo desubicado cuándo le darían en Verano Azul un episodio donde él fuera protagonista. No logré sacarles casi ningún secreto de la serie, excepto que en la última temporada de Lost contarán con la presencia estelar de Jorge Sanz, misterio que por otra parte, estaba cantado.

Estados Unidos es un país bien compacto y mejor acabado, con los espacios ferpectamente aprovechados y en general todo exterior. Además, se da la circunstancia de que está repleto de bares típicos americanos, fíjate tú. Después de echarme una cabezadita en el puerto de Hilton Head Island (Carolina del Sur, antigua colonia albaceteña) tras el enorme esfuerzo empleado en mi travesía marítima, empecé a relacionarme con la gente del lugar superando la barrera idiomática gracias a mi dominio del catalán en su dialecto rosellonés que, si bien no es calcado al inglés, guarda la suficiente similitud para ir saliendo del paso. Pocos días pasaron para que me viese on the road en la furgoneta de la The Great Boop Boop Strafalaurius Le Coq Sportif Bing Band Blues, una orquesta de swing de los 60 que buscaba un gaitero para su gira por el país. El líder de la banda, George Johny Boody Lewis, aunque sus amigos le llamaban Ignacio Javier para ganar tiempo, fue el que me brindó la oportunidad de unirme a ellos. Le conocí el segundo día de arribar a Norteamérica en el Galerías Preciados de Seattle, donde conseguí mi primer trabajo en aquellas tierras como maniquí en la planta de señoras.

Lo malo de tocar la gaita es que se rompen con demasiada frecuencia las baquetas, pero yo estaba contento porque así podía recorrer USA por la patilla (la hija pequeña de papá y mamá pato no, la del pelo). La gira tuvo un gran éxito justo hasta el día en que empezó, después no fue tan bien la cosa. Dallas (la ciudad más generosa del mundo), Oregón (donde nació Dumbo), y Massachufes (hermanada con Alboraya), fueron algunas de las poblaciones en las que, tras nuestras lamentables actuaciones, tuvimos que salir por patas (las hijas ya creciditas de papá y mamá pato no, las del cuerpo, tranquilos que esta gracia ya no va más). Pero a nosostros no nos importaba. El ya citado Ignacio Javier, voz y banjo; Sonny Williams Smith, batería; Billy Northon James Garrigós, castañuela travesera, y yo mismo éramos felices tocando los temas legendarios de la música sureña: Hochiee Cochiee Man, Oh Suzzana, When the Saints Go Marchin In, Como una ola, El Baile del Gorila... Pero todo terminó, ironías del destino, en Nueva Orleans, cuna del blues y de la empanada gallega.

El St Charles Barrasautegui Club Jazz de New Orleans estaba abarrotado esa noche de melómanos ansiosos abiertos de orejas para recibir el subidón musical. The Great Boop Boop Strafalaurius Le Coq Sportif Bing Band Blues calentaba motores minutos antes de su actuación más multitudinaria. Ignacio Javier entrenaba los labios con su armónica Marine Band, Sonny hacía lo propio con los mayores de su prometida, y Billy y yo nos entreteníamos jugando al Beso, Verdad o Atrevimiento por aquello de descargar tensiones. Qué pena que justo cuando el grupo telonero, los Gracita y Las Morales Electric Band, cerraron su ovacionado espectáculo para dejarnos paso a la gloria, el público allí congregado huyó de allí con la excusa, según pudimos saber posteriormente gracias a fuentes fiables, de que tenían un cumpleaños y les venía fatal quedarse. Mientras aliviábamos el disgusto a costa de Margaret, la novia de Sonny, que amaniatado en un pilar del bar no le daba la gana entrar en razón, un vendaval de motorizados barbudos con chupas de cuero irrumpieron en el local con unos modales muy distantes de los entendidos como correctos. Eran los mísmisimos Ángeles del Infierno, que por cierto también sufrían la crisis ya que en vez de Choppers y Harleys iban con unas Vespinos Sc, menos su jefe, Luis Francisco, que conducía una Vespino F9 por aquello del rango. Después de pedirse una Schweppes con rodajita limón cada uno, menos Luis Francisco que se refrescó con un Bitter también por razones de status, nos invitaron, a punta de navaja todo sea dicho, a deleitarles con una larga velada musical.

Creo recordar que estábamos tocando el tema de Joan Petit Quan Balla en do mayor cuando otra banda callejera de peligrosos tipos hizo acto de presencia en el local. Una gente que a mí me resultaba familiar. Los Ángeles del Infierno, siempre alerta como su propio nombre indica, no tardaron ni dos segundos en provocarles. Demasiado tarde caí en la cuenta de quiénes eran, pues de muy buen gusto le hubiera advertido a Luis Francisco y demás Ángeles del peligro que suponía enfrentarse a aquellos violentos. No sirvió de nada rajarme la mano de un botellazo en plena testa del capo de la nueva banda para intentar evitar una tragedia que se veía inevitable. El resultado fue penoso: Ángeles del Infierno 0, Tuna de la Facultad del Ceu San Pablo 15. Campeones por k.o. Y es que sólo el de la pandereta saltimbanqui fue capaz de matar de asco a siete de los melenudos. El resto, o se quemaron a lo bonzo, o se tragaron su propio vómito o el de su compañero, o se suicidaban bebiéndose un wisky de garrafón del barrio del Carmen de Valencia que llevaba yo en una petaquita. Los Tunos no tuvieron piedad alguna: que si Clavelitos, que si Adelita, que si Palmero sube a la palma... Hasta mis compañeros de la Big Band cayeron desplomados. Sólo quien aquí les cuenta esto pudo sobrevivir gracias a los tapones de las orejas que días antes me regaló aquel segoviano, pues con el despiste que simpre me ha caracterizado, aún no me los había quitado desde que llegué. El número de cadáveres era alto. Esta vez los puse todos de pie en fila, con el primero de ellos junto a la puerta, para que cuando alguien desde fuera la abriera cayesen todos en plan dominó. Como homenaje, me decanté por tres Credos, dos chistes de Jaimito Borromeo, y el “Quizás, quizás, quizás”, adornado con dos alcachofas que hacían las labores de maracas.

Huyo con una de las Vespino Sc de los difuntos Ángeles del Infierno por la Ruta 66 sin rumbo fijo. Aunque me duele mucho la mano por los cristales incrustados de la botella, intento despistar el dolor con los elementos de la tabla periódica: Li litio, Na sodio, K potasio...



Continuará.

Pd. Dedicado al Casi Club de Fans de David Meca.

5 comentarios:

Juan Ballester dijo...

Pues que nunca había leído un texto surrealista con tantísimo sentido del humor. ¿He dicho surrealista?, voy a releerlo porque ahora que lo pienso se parece demasiado a la realidad.
Gracias, Reverendo

Juan Ballester dijo...

Y si no continúa, pues inicia otra, ¿no?

Reverendo Hoover dijo...

Por supuesto que continua, la semana que viene lo actualizaré, no me da tiempo a hacerlo en ésta. Valencia en fallas será la próxima parada. Gracias por el interés, te has convertido en mi único seguidor vivo y sin detener. Un abrazo.

Marian Ch dijo...

Como una cabrilla. Yo también vivo por el momento. Sigo fuera del trullo, creo. Porque ésto no es la cárcel ¿no?

Reverendo Hoover dijo...

Hasta donde yo sé, ésto no es la cárcel, pero se parece bastante. Yo por si acaso nunca salgo de casa sin una lima escondida en un bocata. Saludicos con peineta fallera y un masclet.