jueves, 19 de febrero de 2009

A la aventura vol. 2. Sevilla connection.

El autoestopista utrerano que recogí con mi nuevo Jaguar a la altura de Despeñaperros me vendió con tanto salero lo de la tapa gratis por cada cerveza que no pude resistirme a acompañarlo hasta la misma Sevilla, destino de tan gracejo personaje. Ozé Manué, que así se llamaba el cachondo, era un tipo que amaba las emociones fuertes. Por eso empezó su carrera montando “Don Llavín”, un negocio de copia de llaves en un centro comercial. Me contaba vanidoso que de él surgió la gran idea de la mascota que marcaría el cartel y demás aspectos publicitarios de su negocio: una llave con antifaz y capa de superhéroe guiñando un ojo. Y claro, me explicaba, una profesión lleva a la otra y acabó dedicándose al noble arte de llevar a hombros a los toreros en las tardes triunfales en la Maestranza. Además, en sus ratos libres sacaba tiempo para diseñar aperitivos de cocktail para cumpleaños. “Sin ir más lejos, la forma de los torciditos de Cheetos ¿te acuerdas, los del paquete azul? surgió de esta cabecita. Rabia me dió no habérseme ocurrido lo de la dentadura de los Drakis, porque mira que tuvieron éxito”, decía el tío. A mí la verdad es que me estaba empezando a agobiar con tanta batallita. Gracias a Dios entendió mi escupitajo en su ojo derecho como señal evidente para que cambiase de tema. Aunque a decir verdad, creo que fue peor el remedio que la enfermedad, porque de ahí pasó a la retahíla de chistes al más puro estilo andaluz, desde los protagonizados por un inglés, un alemán y un español, pasando por “eeeezzzze pisha de Nervión que iba por la calle cantando...”, excusa barata para dar rienda suelta a su vena más musical venga el palmeo y el vaivén desenfadado de su cadera interpretando al protagonista del chiste. Un codazo en plena nariz sirvió de advertencia para que se replanteara de nuevo el tema de conversación. No es que yo sea un soso y sólo me guste conversar sobre la literatura decimonónica, pero es que todo en abundancia cansa. Lo que vino después cuando sacó la murga y empezó con las chirigotas ya fue demasiado. Menos mal que el revólver de Justino seguía en el coche. Menos mal que aún le quedaban balas. Menos mal que el olor a cadáver no es de los que más me disgusta, porque en el mismo día ya iban dos dentro de aquel Jaguar. A éste lo deje en la cuneta con los dedos índices metidos en cada oreja y las cejas fruncidas para que diese la impresión a los conductores que pasaban que algo iba a explotar de inmediato. Como homenaje, esta vez me arranqué con tres avesmarías, una polka y un break dance con coreografía incluida que aún recordaba desde aquella representación tan vergonzosa en el colegio.

La verdad es que lo que me encontré en Sevilla estaba mucho mejor de lo que me pintó Ozé Manué, que seguro que ahora está a la derecha de Dios Padre con la chirigota dedicada a Ruiz de Lopera y sus fichajes fiasco. Había casi más bares de tapas que gitanas visionarias asaltadoras de turistas despistados, entre los que me incluyo. Futura operación de pecho, prometedor profesor de ballet clásico y un inesperado nombramiento de Bellea del Foc para 2011 fue lo que me auguró una de las lolailos cuando se abalanzó sobre mi esbelta figura y leyó las marcas de mi mano. Eso, y un pésimo porvenir familiar aderezado con una amplia gama de insultos al enterarse de que no tenía ni un céntimo para recompensarle. Justamente este negativo dato pecunario frenó mi propósito de acabar doblado, desnudo y en comisaría tras pasearme por todos los locales de tapeo de la ciudad de la castañuela. Pero como dice el pueblo, a grandes males no le mires el dentado. Descubrí un local idóneo donde saciar mis ansias etílicas exento de cualquier preocupación económica.

La Iglesia de Nuestra Señora del Retruécano no se diferencia del resto de santos templos que inundan nuestra geografía salvo por la venerada imagen, que apareció en las humedades de la pared de la sacristía por allá 1987, de Jesucristo leyendo la Teleindiscreta. Por lo demás guarda rasgos comunes que la delatan podríamos concluir como una más del montón. Y eso es precisamente lo que buscaba, ya que, si se han fijado vez alguna, la Iglesia como creación arquitectónica puede considerarse el bar de tapas más antiguo de la historia. En ella se puede gozar de las bondades de un buen vino que te alegre el gaznate acompañado siempre de su equivalente sólido, la hostia consagrada. Bien es cierto que por sacarle algún defecto, éste consistiría en la escasa variedad ofertada, pero teniendo en cuenta la generosidad con la que se ofrece al personal, compensa. Por sólo la voluntad, tienes barra libre y a diferentes sesiones, así que decidí quedarme a la celebración de la Comunión de la función de las cinco.

Una vez acomodado en uno de los bancos más cercanos al ventilador de la parte izquierda donde me refrescaba los sobacos, esperé pacientemente al transcurrir normal de la santa misa. Al carecer de moneda alguna, dejé al paso de la bandejita recaudatoria un botón de costura y una chapa de de los Judas Priest que llevaba en el bolsillo, engañifa camuflada astutamente con un emotivo abrazo a la viejecita que hacía las labores de colecta. Lástima que la genuflexión que acompañó al abrazo, en pos de acentuar mi cariño hacia su persona, no me saliera tan bien, pues en una sucesión de movimientos descoordinados propios de un hombre de letras como yo, al agacharme un involuntario cabezazo en pleno estómago de la octogenaria provocó la ira del resto de feligreses.

“Rojo, ateo, madrilista, socialista/ ecologista, gallardonista” fueron, entre otros, algunos de los apelativos que los creyentes me brindaron mientras iban arrinconándome hacia el busto de San Plutarquete de Asís, que miraba impasible al techo con un brazo en alza como si pidiese dos más de callos a la madrileña. Yo, impulsado por el instinto de supervivencia, intenté contraatacar vía método sobrenatural, pues el contexto invitaba a ello. Poniéndome la capa de Plutarquete, que de buen seguro me la hubiera prestado dada su condición de santo, adopté una postura propia del más convincente predicador judeano. Alcé los brazos, pedí silencio, e invité a la reflexión a unos devotos que parecía empezaban a calmarse ante tal celestial espectáculo. “Hermanos”, empecé mi perotata confiando que el vínculo familiar rebajase sus propósitos bélicos, “¿acaso no os dais cuenta de lo que estáis haciendo aquí, en la casa del Señor? ¿acaso os vais a dejar llevar por la voluntad del mismísimo Lucifer, que ríe observando cómo entre cristianos nos deseamos el mal, la enemistad, la envidia, y demás historias que ahora no me vienen a la cabeza pero la cuestión es que él disfruta con eso?”. Algunas manos amenazantes se relajaban ante tal conmovedor discurso, los fieles se miraban entre sí, medio descolocados, medio convencidos por mi prodigiosa labia. “Avergonzaos, oh pecadores, de esta actitud que estáis teniendo con este siervo de Dios, con esta pieza más del gran puzzle llamado Cristianismo!”. Sólo un abuelte despistado me respondió con una “¡Visca La Geperudeta!”, que si bien no venía al caso, provocó otro "Visca" común de todos los presentes logrando una fuerza sonora digna de oír. De repente, oh milagro, sentí cómo mis pies se levantaban dos palmos del suelo, levitando ante ahora mis discípulos, que boquiabiertos observaban una escena que ni yo mismo creía. La realidad al final pesó más que mi imaginación cuando comprobé que dicha levitación era provocada por dos brazos que me aupaban desde mis axilas para asegurarse que un ciriazo pascual impactara plenamente en mis testículos. Un sonoro aplauso de los allí congregados confirmó la exquisita puntería de don Gregorio, sacerdote a la sazón, que lanzando el cirio sobre el suelo devolvió las loas marcándose un baile similar al de los jugadores de fútbol americano tras lograr un tanto.

Embriagados por el éxito de su venganza, la colla de fanáticos con don Gregorio a la cabeza celebraron mi derrota recreando espontáneamente la coreografía del videoclip de Thriller de Michael Jackson (sí, yo también me quedé con un palmo de narices), momento que aproveché para escapar. Malherido y desconsolado, mi huída esta vez fue con un carro de caballos que esperaban algún turista para darse una vueltecica por los lugares más emblemáticos de la ciudad. No puedo acabar este relato sin denunciar las malas formas de su legítimo dueño, que maldecía como pocos movido por esa costumbre tan humana de enojarse cuando le roban en la cara algo que es suyo.

Sin haber tapeado ni una mísera oblea, me alejo ahora de Sevilla al trote con el carro en busca de nuevas andanzas con las que alimentar mi alma aventurera y despreocupada. Eso sí, con un dolor importante en los testículos, al que intento olvidar esta vez recordando los mandamientos de la Iglesia: no tomarás el nombre de Dios en vano, santificarás las fiestas, no cometerás actos sin puros…



Continuará.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tremendo. Tremendo. Tremendo. Me he reído muchísimo. Incluso de algunas cosas que escribía. Lástima que eso lo haga con ordenador, que no tiene mérito, que si no, le ´proponía a usted para el Prícipe de Asturias. Pero no para el premio, no, sino para ser el de verdad. Al menos no le caería la corona, no.

RG dijo...

Continuará..., pues que no tarde.
Enhorabuena.

Anónimo dijo...

Jamás había leído tanta tontería junta. ¿Para cuándo el Volumen 3?

Impacientemente tuyo,

Karl-Heinz Rummenigge.

Reverendo Hoover dijo...

Estimado Luis y demás enganchados al buen gusto, en apenas unos días tendrán la tercera entrega de la ya mítica "A la aventura". Mientras, entreténganse jugando al tetris o dando pan a los patos en el parque más cercano. Abrazos y besos.

Anónimo dijo...
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