jueves, 20 de noviembre de 2008

El dentista

El otro día visité al dentista para que me limpiaran un poco la boca, con la suerte de que aún vivo para contarlo. Lo primero que nos tendríamos que preguntar es: ¿el dentista, nace o se hace? Es decir, ¿la crueldad la llevan de serie desde el mal día que su madre va y los saca del vientre, o es la sociedad la que provoca y transforma a estos pequeños hijos de puta para dedicarse a joder al prójimo? Porque para este oficio hay que ser malo, muy malo. Disfrutan sembrando el terror, como el oficio de Guardia Civil de Tráfico, el de representante de Camela, o el de fabricante de preservativos con fecha de caducidad. Quizás sea por una infancia jodida. Me imagino a mi dentista de pequeño, solo en el recreo, sin bocadillo porque se lo han robado, sin nadie que se le acerque a menos que sea para soltarle un par de collejas, y jugando de portero en el equipo del colegio. Porque claro, los populares del patio tenían reservado el puesto de delanteros titulares, y pobre de aquel que les reprochara que no bajaban a defender. Te hacían Caballero al instante. Por ello, mi dentista vio en esta profesión el escape perfecto para saciar su sed de venganza. “Os vais a cagar”, piensa mientras hojea un libro de primero de Ortodoncia en la biblioteca de la Universidad. Bueno, mejor que se desahoguen así que liándose a tiros con una recortada en el Instituto, como pasa en EEUU. Aunque pensándolo bien, no sé qué es más sanguinario.

Lo primero en que me fijé cuando estaba a punto de entrar es en el enorme ego que tienen los dentista. Todos tienen que poner su propio nombre al de la clínica: Ortodoncia Luisa Frau Muñiz, Clínica José Miguel Fernández Calvo... incluso ponen hasta el número de Colegiado. ¿Ustedes han visto algún pub que se llame Discoteca Federico Pelayo García? ¿A que no? No les costaría nada currárselo un poquito, y poner nombres más amables, como “Ortodoncia La muela saltarina”, “Clínica El Empaste Feliz”... Igual así entraríamos de mejor humor. Parecido pasa con la sala de espera. A ver, ¿qué cuesta poner revistas que gusten a todos, tipo el Hola, la Teleindiscreta o la Interviú, como hacen los peluqueros? Como van de listos, te ponen la revista Hogar, que sólo las leen las madres que acompañan a sus hijos, o el trimestral “Médicos Actualidad”, un tocho de revista infumable que no la leen ni ellos. Todo esto, mientras te ponen música clásica de fondo, sólo interrumpida por un grito de dolor del paciente que están atendiendo. Vaya, que con este panorama sólo falta que empiece a caer gas de las rendijas del aire acondicionado.

Y llegamos al momento en que sale nuestro asesino dental a invitarnos para que pasemos. A mí me tocó una señorita dentista. Allí la vi, saliendo de su particular sala de torturas, con una bata blanca. Supongo que van de blanco porque así visten en el día más feliz de su vida. Es decir, los laborables, días de dolor y rosas. O tal vez lo hacen para que así resalten más las manchas de sangre. También suelen llevar esos zuecos blancos que parecen que sean condición imprescindible para llegar a ser médico. Y por último, lo que más me repatea, es que salen con una sonrisa de oreja a oreja, mostrando su perfectísima dentadura, echándotelo por la cara, como diciendo: “tengo unos dientes que te cagas y además te voy a hacer daño”. Un pelo me faltó para soltarle “ya, pero yo jugaba de delantero titular en el colegio y tú seguramente estabas puteada por tus compañeros. A joderse”. Además, del miedo que tenía, intenté amablemente cederle el turno a otro paciente que estaba allí esperando: “pase, pase usted antes que yo no tengo prisa”. Y él, más cagado que yo: “de ninguna manera caballero, usted estaba antes”. ¿Se imaginan que pasara igual con el tráfico en esta ciudad: “por favor, este sitio lo ha visto usted antes, aparque”, “no se preocupe, ya doy otra vueltecita a ver si hay suerte”. Valencia sería muy distinta… de hecho, Valencia, ya no sería Valencia, se llamaría de otra forma.

Ya nos encontramos dentro del matadero. A ver, dentistas del mundo: ¿cuesta mucho poner una toallita sobre todo ese arsenal de instrumentos de tortura que tienen perfectamente alineados para que por lo menos no lo veamos cuando entramos? Tampoco estoy pidiendo que pongan un póster de Britney Spears en relieve. Ni en Guantánamo son tan crueles. Después está la butaca alargada, que me recuerda a la que usan en EEUU para la inyección letal. Yo, ya tumbado en ella, esperaba que me preguntasen por mi última voluntad. “Que te salga una caries, hijaputa”, estaba preparado para responder. Seguidamente me pusieron el foco de luz que siempre lo encienden apuntando en tus ojos. Por un momento pensé que me iban a interrogar: “de acuerdo, lo confieso, te estoy mirando el escote cada vez que te acercas a mis dientes”. La dentista, ajena a mis pensamientos, con esos guantes de plástico que ya los podrían hacer de sabores (aquí vendría el chiste fácil, pero ya llevo muchos), me examina la boca. De pronto le sale lo que yo creí que era su vena generosa:

- ¿Tú fumas?
- Claro, venga ese cigarrito- contesté admirado.
- No imbécil, lo digo porque tienes los dientes más negros que el ojete de Jimmy Floyd Hasselbaink.

Fin de la conversación.

Y ya, señores y señoras, llegamos al momento que todos querían evitar. Con todos ustedes, el segundo sonido más temido del mundo, y no es el de Aznar hablando mejicano: el del aspirador de saliva (n.a. esta parte en la radio queda más jocosa aún si cabe, porque pongo el sonido y nos echamos una risas risquísmas, pero pongan un poco de su parte e imagínenselo) Y es que este ruido indica el principio de uno de los momentos más humillantes para el ser humano: acostado, con la boca abierta, acordándote de todos los muertos del dentista, vencido, y deseando que nunca llegue el primer sonido más temido del mundo, y no es el de que van a hacer “Médico de Familia, el musical. Con la Juani y la hija alta aquella”: el del torno de dentista (el de fiiiiissssssssshhhhh). Ahora ya tu estima ha muerto definitivamente. Ahora es cuando se te están cayendo la lagrimita y estás deseando que pare para poder beber de un vaso, que, atención… ¡es de plástico! ¿Estamos en el dentista o en un cumpleaños? Ya les vale, porque con la pasta que tienen, deberían poner mínimo un gin tonic en copa grande, con su limoncico restregado y su mulata bailando al lado prácticamente desnuda. Ahora es cuando se le pone una pérfida sonrisa en la cara de la dentista y empiezan a darte conversación, sabiendo que tú no puedes hablar. A mí ésta me dijo: “yo creo que nos conocemos, íbamos a clase juntos”. Una gota fría de sudor me fue cayendo por la cara. Se vengó, vaya si se vengó.

Pero el peor momento está por llegar. Hundido, vejado, sales hacia recepción donde te espera la enfermera, generalmente con aparato, para cobrarte. Eso sí, aliviado y con los dientes blanquísimos. Al final te das cuenta de que vayas donde vayas, que te hagan una limpieza siempre resulta carísimo. Con Dios.

El Santo Cáliz



“Canastos! “, exclamé estupefacto mientras hojeaba el periódico. Paseaba aquella tarde otoñal con Michelle (una joven estudiante marsellesa fan de este blog que “se moría por conocerme”) por las Campos Elíseos cuando oh sorpresa, oh dolor, oh mustios collados, leí la primicia que tantos años había estado esperando. Mi asombro, mayúsculo todo él, fue no sólo por la noticia en sí, sino por el hecho de que me hubiese llamado la atención algo del rotativo que no tuviera que ver con la sección de contactos. Resulta que el prestigioso Michael Heseman, de los Heseman de toda la vida de Dios (¿quién no ha cantado alguna vez, ebrio a la tantas de la noche aquello de “como Michael Heseman no hay ninguno”?), un experto en ovnis y otros temas de la ciencia oculta, asegura que el Santo Cáliz de la Catedral de Valencia es el verdadero. Todo ello en un Congreso celebrado por el Arzobispado de Valencia, ojito. Chst, pues si lo dice Heseman, yo con él.

Lo sabía. Sabía que el nuestro iba a ser el de verdad. Unas ciudades tendrán la Torre de Pisa, otras el Big Ben, otras las Torres Gem… eeeh… El Empire State, y nosotros, el Santo Cáliz. El bueno, nada de marcas blancas. Y no vamos presumiendo por ahí, como Barcelona con sus Olimpiaditas.

Uséase, que se confirma que ese es el Cáliz que se utilizó en la Última Cena. Esto me lleva a algunas conclusiones, porque yo siempre he sido muy de sacar conclusiones. Primero, una de dos, que en el bar donde la hicieron sí que dejaban sacar los vasos fuera (no como ahora que por eso te meten una paliza), o por el contrario, que en aquellos tiempos ya se estilaba la moda de esconderse los cubatas en los bolsillos. “Cuidado, Chus, ponte bien la túnica que se te ve, y si te pillan...”. “Por lo que me queda…”

Juanjo- me interrumpe Michelle, a la que un turista italiano le está preguntando no sé qué.
Espera un minuto- le espeto mientras sigo con mis cavilaciones.

Segundo, que Valencia ya apuntaba como centro de peregrinaje festero (fueron Jesús y los Doce Apóstoles a Valencia y volvieron a Jerusalén la misma noche, que se os lo tiene que explicar todo). Una buena despedida se tiene que hacer a lo grande, en el sitio de más fiesta. Aunque se quedaron un poco chafados porque Judas les había asegurado que allí no cerraban los garitos hasta las tantas, el muy cachondo. Pero por lo demás, muy bien, oye. Y ya no sólo era Valencia el punto de diversión, sino también el barrio del Carmen, como hoy en día, donde está la Catedral. De hecho, se comenta que fue ahí donde Jesucristo hizo su primer milagro. Paseando por la zona topáronse con un punki de la época tocando la armónica (todavía no se había inventado la flauta, eso fue mucho posterior), pidiendo limosna con un perro al lado. Jesús, en posición de kame- kame (en aquella época ya hacían Bola de Drac, todos los jueves justo después de la reposición de “El Equipo A”), lanzó un destello electrovoltáico tetrodiano que hizo de aquel joven un auténtico punki del Carmen: dejó cojo a su perro.

Juanjo, escucha un momentín, mon amour- insiste Michelle, la pesadita, junto al macarra siciliano.
¿No ves que estoy pensando, ostriu?- la paralizo yo verbalmente con mi singular capacidad para paralizar.

Tercera, que nuestro querido Michael Heseman (¿cuántos de ustedes de pequeños no han querido ser futbolistas, veterinarias o Michaels Hesemans?), si ha sido tan hábil de resolver tal misterio, seguro que será capaz de sacarnos de otras dudas que me hacen despertar a altas hora de la tarde, como: ¿por qué Camps tiene esa cara de prepucio? ¿por qué nos hace gracia ver a un amigo vomitar? ¿por qué a Joaquín se le sigue llamando “futbolista”? O ¿por qué no inventa de una puta vez algo para que los cascos del mp3 no se enrollen sobre sí mismos? ¿Acaso porque Dios lo quiso así?

Juanjo, gilipollas, estoy harta de que no me hagas caso. Que me voy con el italiano este que es más majo que tú y la tiene más grande- concluye Michelle, harta de mi ensimismamiento.

No intenté pararla, tenía razón. No le estaba atendiendo como era debido y efectivamente, después de sacar un metro de costura, el italiano me ganaba por goleada centrimetral, nada de catenaccio. Y así amigos, la soledad volvió a ser mi mejor compañera de viaje. Cerré el periódico, se lo devolví al dueño que estaba pacientemente sentado en un banco esperando, y emprendí mi vuelta a la tierra patria, tranquilo, sereno, aunque dándole vueltas a una último interrogante (quizás el más importante de todos), que seguramente Heseman me podrá contestar: ¿existe el marciano Trompetero?

viernes, 7 de noviembre de 2008

Yo me he acojonado, no sé vosotros

Extracto del documental "No se os puede dejar solos", sobre la Transición.

¿Por qué no le pasó a Bustamante?

Pequeño tropiezo de un concursante de O.T. Portugal. En fin...

lunes, 3 de noviembre de 2008

Soy una bicicleta!

Os dejo aquí una perla del mejor grupo de rock de todos los tiempos (con permiso de Puturrú de Fua): Ilegales, también conocidos como el rock insecticida, el rock que te destrozará los intestinos, o la alternativa más cruda.