jueves, 20 de noviembre de 2008

El Santo Cáliz



“Canastos! “, exclamé estupefacto mientras hojeaba el periódico. Paseaba aquella tarde otoñal con Michelle (una joven estudiante marsellesa fan de este blog que “se moría por conocerme”) por las Campos Elíseos cuando oh sorpresa, oh dolor, oh mustios collados, leí la primicia que tantos años había estado esperando. Mi asombro, mayúsculo todo él, fue no sólo por la noticia en sí, sino por el hecho de que me hubiese llamado la atención algo del rotativo que no tuviera que ver con la sección de contactos. Resulta que el prestigioso Michael Heseman, de los Heseman de toda la vida de Dios (¿quién no ha cantado alguna vez, ebrio a la tantas de la noche aquello de “como Michael Heseman no hay ninguno”?), un experto en ovnis y otros temas de la ciencia oculta, asegura que el Santo Cáliz de la Catedral de Valencia es el verdadero. Todo ello en un Congreso celebrado por el Arzobispado de Valencia, ojito. Chst, pues si lo dice Heseman, yo con él.

Lo sabía. Sabía que el nuestro iba a ser el de verdad. Unas ciudades tendrán la Torre de Pisa, otras el Big Ben, otras las Torres Gem… eeeh… El Empire State, y nosotros, el Santo Cáliz. El bueno, nada de marcas blancas. Y no vamos presumiendo por ahí, como Barcelona con sus Olimpiaditas.

Uséase, que se confirma que ese es el Cáliz que se utilizó en la Última Cena. Esto me lleva a algunas conclusiones, porque yo siempre he sido muy de sacar conclusiones. Primero, una de dos, que en el bar donde la hicieron sí que dejaban sacar los vasos fuera (no como ahora que por eso te meten una paliza), o por el contrario, que en aquellos tiempos ya se estilaba la moda de esconderse los cubatas en los bolsillos. “Cuidado, Chus, ponte bien la túnica que se te ve, y si te pillan...”. “Por lo que me queda…”

Juanjo- me interrumpe Michelle, a la que un turista italiano le está preguntando no sé qué.
Espera un minuto- le espeto mientras sigo con mis cavilaciones.

Segundo, que Valencia ya apuntaba como centro de peregrinaje festero (fueron Jesús y los Doce Apóstoles a Valencia y volvieron a Jerusalén la misma noche, que se os lo tiene que explicar todo). Una buena despedida se tiene que hacer a lo grande, en el sitio de más fiesta. Aunque se quedaron un poco chafados porque Judas les había asegurado que allí no cerraban los garitos hasta las tantas, el muy cachondo. Pero por lo demás, muy bien, oye. Y ya no sólo era Valencia el punto de diversión, sino también el barrio del Carmen, como hoy en día, donde está la Catedral. De hecho, se comenta que fue ahí donde Jesucristo hizo su primer milagro. Paseando por la zona topáronse con un punki de la época tocando la armónica (todavía no se había inventado la flauta, eso fue mucho posterior), pidiendo limosna con un perro al lado. Jesús, en posición de kame- kame (en aquella época ya hacían Bola de Drac, todos los jueves justo después de la reposición de “El Equipo A”), lanzó un destello electrovoltáico tetrodiano que hizo de aquel joven un auténtico punki del Carmen: dejó cojo a su perro.

Juanjo, escucha un momentín, mon amour- insiste Michelle, la pesadita, junto al macarra siciliano.
¿No ves que estoy pensando, ostriu?- la paralizo yo verbalmente con mi singular capacidad para paralizar.

Tercera, que nuestro querido Michael Heseman (¿cuántos de ustedes de pequeños no han querido ser futbolistas, veterinarias o Michaels Hesemans?), si ha sido tan hábil de resolver tal misterio, seguro que será capaz de sacarnos de otras dudas que me hacen despertar a altas hora de la tarde, como: ¿por qué Camps tiene esa cara de prepucio? ¿por qué nos hace gracia ver a un amigo vomitar? ¿por qué a Joaquín se le sigue llamando “futbolista”? O ¿por qué no inventa de una puta vez algo para que los cascos del mp3 no se enrollen sobre sí mismos? ¿Acaso porque Dios lo quiso así?

Juanjo, gilipollas, estoy harta de que no me hagas caso. Que me voy con el italiano este que es más majo que tú y la tiene más grande- concluye Michelle, harta de mi ensimismamiento.

No intenté pararla, tenía razón. No le estaba atendiendo como era debido y efectivamente, después de sacar un metro de costura, el italiano me ganaba por goleada centrimetral, nada de catenaccio. Y así amigos, la soledad volvió a ser mi mejor compañera de viaje. Cerré el periódico, se lo devolví al dueño que estaba pacientemente sentado en un banco esperando, y emprendí mi vuelta a la tierra patria, tranquilo, sereno, aunque dándole vueltas a una último interrogante (quizás el más importante de todos), que seguramente Heseman me podrá contestar: ¿existe el marciano Trompetero?

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